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A la mujer en el fondo de la clase

A la mujer en el fondo de la clase


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Querida señorita nueva que estaba en la última fila de la clase hoy,

Noté tu presencia. Sé que esperabas camuflarte. Sé que elegiste este día para probar mi clase de entrenamiento de fuerza porque había tanta gente que pensaste que no te vería, pero te vi. De hecho, vengo viéndote desde hace una semana cuando pasas por la ventana, mirando lo que está pasando en la sala de ejercicios. Pude adivinar que estabas curiosa. También pude notar que te sentías insegura.

Te sientes insegura de pertenecer al gimnasio. Una extraña en una tierra extraña. El equipamiento es desconocido; la jerga de los instructores, una lengua extranjera. No tenías ni idea de que hubiese tantas formas de ponerse en cuclillas. A tu derecha hay un chico contra una esquina haciendo flexiones con una cadena gigante enlazada al cuello. Sí, una cadena. A tu izquierda, Jillian Michaels gira cuerdas como si estuvieran hechas de plumas (de hecho, esta mujer hace que Jillian parezca fuera de forma).

No estás segura de ser físicamente capaz de hacer lo que todos los demás están haciendo parecer tan simple. ¿Por qué eres la única que está jadeando? ¿Por qué eres la única con la cara roja como un tomate y sudando a mares? ¿Cómo es posible correr con todo el maquillaje y lucir radiante con tops marca Lululemon dignos de ser vestidos en la vida pública cotidiana? Te sientes avergonzada de tu aspecto y tu bienestar físico. Sientes que todos los ojos en el gimnasio están posados sobre ti, preguntándose lo mismo. Te imaginas oyendo el cuchicheo. “¿Qué hace ella aquí?” “¿Qué piensa que puede hacer?” “Gracias a Dios no soy yo”.

No estás segura de poder cambiar tu vida. Quieres hacerlo, pero ¿tienes suficientes ganas? ¿Fracasarás? ¿Harás el ridículo? ¿No lo habrás hecho ya?

Tú también notaste mi presencia. Te imaginas que toda esta rutina de ejercicios es pan comido para mí, que cada ejercicio es tan natural como respirar. Probablemente creas que apenas vuelva a casa me tomaré un licuado de proteínas, me ducharé y almorzaré col rizada con quínoa. Estás segura de que nunca estuve frente a un pastelito relleno de crema Twinkie y de que ni siquiera sé dónde queda el McDonald’s más cercano. Estás segura de que los hombres súper musculosos y las chicas en perfecta forma nunca me intimidaron. De hecho, piensas que soy una de ellas y que tú y yo no tenemos nada en común. Me imaginas mirándote y sacudiendo la cabeza del asco. Estás segura de que jamás podría entender tus problemas con el peso, la nutrición o la autoimagen. Estás segura de que me miro al espejo todas las mañanas, enamorada de la imagen que refleja.

Te conozco. Yo era tú. Hace años, quise cambiar. Con casi veintitrés libras más que ahora, yo consideraba que aguantar veinte minutos en la cinta era un éxito. Fui intermitentemente al gimnasio durante años sin que casi nada cambiara, sobre todo porque por cada caloría que quemaba, ingería tres. Tenía una aventura con las galletitas Snackwells y con Mountain Dew. Mi cabeza estaba lista, pero no mi corazón. Hasta que todo estuvo listo. Me cansé de estar cansada. Lo que hacía no estaba funcionando y estaba lista para dejar de tropezar con la misma piedra. Aquellas primeras semanas en el gimnasio no sólo pusieron a prueba mis músculos. Yo también pasé caminando por las clases grupales de ejercicios mirando atentamente los movimientos que realizaban, quién iba y su estado físico. Yo buscaba a alguien que se pareciera a mí, fofa y descoordinada, con calzas baratas y zapatillas sin marca. Admiraba a la instructora, que parecía tallada de una roca. ¡Quién diría que era posible tener abdominales en forma de tabla! Deseaba desesperadamente formar parte de su círculo interno. Parecía que la estaban pasando muy bien, empujándose, levantándose y alentándose entre sí.

Mi primera clase fue de bicicleta fija bajo techo, elegida por motivos muy específicos. En primer lugar, la sala estaba oscura, así que si dejaba charcos de sudor sobre el piso, nadie los vería. Nadie notaría mi cara hinchada y roja ni la aflicción en mis ojos. En segundo lugar, no hacía falta coordinación. Yo no bailaba desde la época de las Muñecas Pimpollo y Roger Rabbit, y eso no me salía bien en aquel entonces, pero ahora. En tercer lugar, si bien era una clase grupal, la ejercitación era individual. No tenía que formar pareja con nadie. El instructor no se ponía a mirarme para ver mi forma. El riesgo de avergonzarse era bajo, así que probé suerte. Fue una decisión que cambió mi vida y nunca miré atrás.

Ahora, diez años después de aquella primera clase, soy instructora de fitness. Esa clase me dio confianza, amistades para toda la vida y una pasión por el ejercicio físico y por la enseñanza. Conseguí buena parte de lo que anhelaba tener cuando miraba al otro lado de la ventana y veía a otros viviendo la vida que deseaba. Esas clases nunca fueron fáciles, pero sí se hicieron divertidas cuando me puse cómoda.

Tú piensas que todos te están juzgando, pero la realidad es esta: incluso en el remoto caso de que se fijen en ti, te están aplaudiendo. Hacerte cargo y cambiar implica tomar pequeñas decisiones todos los días que se juntan hasta formar una gran transformación a largo plazo. Nadie está notando que te cuesta. Están notando que lo logras. La mayoría de los que vamos al gimnasio alentamos y mostramos simpatía. No importa qué tan delgados o gordos nos veamos, a todos nos cuesta. Los problemas con la autoimagen no son propiedad exclusiva de las personas con sobrepeso o fuera de forma. Te sorprenderías si supieras cuántas personas “en forma” son inseguras por dentro. Todos buscamos aceptación y aprobación. Esperamos encontrarlas haciendo cosas saludables.

Eso es lo que espero para ti. Espero que te sientas bien en mi clase para que termines sintiéndote bien contigo misma. Espero que en las próximas semanas alces la vista del piso, te yergas y reconozcas tus logros.

Cada una de esas personas en esa clase a las que tú crees expertas empezó como principiante en algún momento. Todas. Cada una. Cada una de ellas entró y tuvo una experiencia típica del primer día: eligió la pesa equivocada, se paró mal o utilizó mal un aparato. Cada una de ellas se despertó y tuvo que decidir si sudar o dormir. Cada una de ellas lucha todos los días contra obstáculos que amenazan borrar su progreso. Todos tenemos días en los que sentimos que todo salió bien y otros en los que todo sale terriblemente mal. Todos, incluida yo.

Y si existe esa especie rara que te menosprecia porque elegiste las pesas ligeras, ponte las anteojeras y sigue con lo tuyo. Cualquiera persona que encuentre gratificación personal al sentir la debilidad de alguien no merece ni un segundo de tu tiempo.

No te rindas. No cedas. Estírate. Vente adelante. Estamos todos juntos en esto.

Atentamente,

Kim, la del gimnasio Kim Cowart es madre, esposa, instructora de gimnasia las 24 horas, embajadora de Headsweats, atleta patrocinada por Luna Bar y maratonista.

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Kim Cowart

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